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Transformación rural en Iberoamérica: la importancia de la agricultura familiar y la igualdad de género

La agricultura familiar (producción agrícola y ganadera gestionada por una familia con mano de obra familiar) representa algo más del 80 % de las unidades productivas agropecuarias de América Latina y el Caribe

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En 2019, la prevalencia de inseguridad alimentaria moderada y severa en América Latina fue del 32,4 % para las mujeres y del 25,7 % para hombres, es decir, entre los afectados hay casi 20 millones más de mujeres que hombres (FAO 2020).

La agricultura familiar (producción agrícola y ganadera gestionada por una familia con mano de obra familiar) representa algo más del 80 % de las unidades productivas agropecuarias de América Latina y el Caribe, y es la principal fuente laboral del sector agrícola y rural. Se estima que en Nicaragua el 75 % de los ingresos proviene de la agricultura familiar, el 38 % en Colombia, el 47 % en México y el 27 % en Chile (FAO 2016).

La agricultura familiar de la región depende, en gran medida, de un clima favorable, siendo vulnerable a su variabilidad y al cambio climático. Los cambios en el clima tienen efectos directos en las decisiones de las familias agricultoras, que se enfrentan a una intensificación de la frecuencia y de la magnitud de los fenómenos meteorológicos extremos, además de la alteración en los patrones habituales, lo que resulta en costos severos (CGIAR 2020).

Adicionalmente, es imperante considerar la multiplicidad de funciones que desempeñan las familias rurales, así como sus contribuciones más allá de la producción de alimentos. Los sistemas socioproductivos de agricultura familiar no solo han sido un vehículo para ofrecer una dieta saludable, sino que también han significado un mecanismo efectivo ante el cambio climático y para la conservación de los ecosistemas (CGIAR 2020).

Por tanto, la agricultura familiar campesina es un actor fundamental para garantizar la resiliencia de los sistemas alimentarios territoriales, pues, a pesar de sus condiciones de precariedad social, productiva y tecnológica, se ha mantenido como el principal proveedor de alimentos frescos y diversificados para las ciudades, con aportes que alcanzan hasta el 70 % en algunos países de Iberoamérica (FAO 2021j)

Las mujeres ocupan un papel activo en los sistemas alimentarios a través del cultivo y producción, procesamiento, venta, consumo, etc. Aunque son actoras relevantes en los procesos de oferta y demanda de estos sistemas, a veces son ignoradas en su rol y padecen la desigualdad de género existente en las estructuras económicas, sociales y políticas actuales. Sus contribuciones no siempre son consideradas de forma equitativa.

Por ello, es importante señalar que, tanto en Iberoamérica como en otros lugares del mundo, las mujeres tienen mayor dificultad para acceder a recursos financieros, mercados, créditos y oportunidades de empleo, lo que limita sus ingresos y medios de vida. Paralelamente, los países iberoamericanos son los que tienen una de las tasas más altas del mundo de integración de la mujer en el mercado laboral, constituyendo un elemento clave en los cambios del modelo socioeconómico y, por tanto, en los sistemas alimentarios en Iberoamérica (CGIAR 2020).

Por ejemplo, en el sector primario de la pesca y la acuicultura, el 21 % está formado por mujeres, llegando en torno al 50 % de las personas empleadas en toda la cadena de valor de los alimentos acuáticos. Sin embargo, las mujeres constituyen un porcentaje desproporcionadamente amplio de personas que trabajan en segmentos informales, con salarios bajos y menos estables (FAO 2022) 

Tasas más bajas de escolaridad, menor control de los recursos, menor poder de decisión sobre los ingresos de los hogares, limitaciones y sobrecarga de tiempo en su triple rol (productivo, doméstico y comunitario) son solo algunos de los obstáculos a los que se enfrentan. Estas dificultades que se ven acrecentadas en la intersección con otras variables de discriminación —además de la de género—, como pueden ser la etnia, la edad, el origen, la identidad sexual, etc. En 2019, la prevalencia de inseguridad alimentaria moderada y severa en América Latina fue del 32,4 % para las mujeres y del 25,7 % para hombres, es decir, entre los afectados hay casi 20 millones más de mujeres que hombres (FAO 2020).

Además, si bien la inseguridad alimentaria afecta en mayor medida a mujeres que a hombres en todas las regiones del mundo, esta diferencia se acentúa en América Latina. Que las mujeres tengan más probabilidades de sufrir inseguridad alimentaria resulta altamente preocupante, ya que apunta a un problema estructural que no solamente las hace más vulnerables a ellas, sino que esta vulnerabilidad se expande, además, a la infancia, en casos en que las repercusiones sobre la salud afectan a la madre durante el embarazo o la lactancia. Por tanto, esta brecha de género tiene consecuencias directas en la transmisión del hambre y la malnutrición a las generaciones siguientes. Resulta clave, por tanto, asegurar que las contribuciones de las mujeres a los sistemas alimentarios sean reconocidas y que su participación en la toma de decisiones atienda sus necesidades prácticas e intereses estratégicos.(FAO 2021j).

Las zonas rurales y urbanas de Iberoamérica tienen una fuerte interdependencia social y económica, que juega un papel fundamental a la hora de definir el actual modelo de sistemas alimentarios. Las ciudades y sus dinámicas de alimentación desempeñan un importante rol en la configuración de las actividades de las zonas rurales en lo que respecta al uso del suelo, la gestión medioambiental, así como en lo referido a la producción, el transporte, la distribución y la comercialización de alimentos. El vínculo rural-urbano se ha definido, en sentido amplio, como el flujo recíproco de personas, bienes y servicios, dinero y servicios medioambientales, encontrándose muchos de estos vínculos relacionados directa o indirectamente con los sistemas alimentarios (FAO y RUAF Foundation 2015).

La aceleración de la urbanización, especialmente en los últimos años, ha acelerado también la transición hacia los sistemas alimentarios modernos, lo que supone un declive de los mercados tradicionales. Los pequeños productores a menudo deben competir con alimentos en lugares lejanos y comercializados fundamentalmente en zonas urbanas, a precios incluso más bajos, a pesar de las distancias y las externalidades negativas sobre el medio ambiente que conllevan muchos productos del sistema alimentario globalizado (Forster et al. 2014).

La transformación del vínculo rural-urbano ha propiciado, a su vez, la urbanización de las regiones rurales, permitiendo a estos hogares diversificar sus fuentes de empleo e ingresos, más allá del sector agroalimentario. Actividades como la manufactura y los servicios, a menudo clasificadas como urbanas, se han ido trasladando a entornos rurales para disminuir los costes de producción. Paralelamente, en las ciudades se comienzan a incluir actividades tradicionales del mundo rural, como es el caso de la agricultura urbana. Estos vínculos no solo son componentes clave de los medios de subsistencia y de las economías locales, sino que también representan motores que propulsan transformaciones económicas, sociales y culturales (Berdegué et al. 2015).

Más información: III Informe La Rábida sobre Sistemas Alimentarios y Cambio Climático en Iberoamérica